Pocos lugares en el mundo pueden considerarse tan exitosos como Costa Rica en la aventura de cultivar, cosechar y exportar cafés de alta calidad. Aún más difícil será encontrar países donde la industria del café se haya desarrollado durante más de 100 años bajo un esquema de comercio justo y cuya influencia en la economía haya pesado de manera decisiva en la conformación de una sociedad con índices de desarrollo humano superiores a los del resto de los países de su región.

Si a estos factores, ya de por sí raros en el contexto de las naciones en desarrollo, agregamos el hecho de que en Costa Rica, por diversas razones que van desde la geopolítica hasta la casualidad, tuvieron lugar muchas de las innovaciones más importantes en materia de técnicas de cultivo, investigación y mejoramiento de semillas, manejo sostenible de las plantaciones y variantes en los procesos de beneficiado —por solo mencionar algunos campos esenciales—, acabaremos por admitir que estamos frente a uno de los fenómenos más apasionantes de la historia universal del café. Un fenómeno único, que no tendría mayor relevancia si no fuera el escenario en el que hace su aparición la verdadera estrella: la taza incomparable que cada día vuelve a convencer, con la contundencia de su brillo natural, a los paladares más exigentes del planeta: el Café de Costa Rica.

Hay tantos factores, tantos matices que aportan, cada uno, un rasgo particular a la compleja personalidad de nuestro café, que sería un error atribuir su papel protagónico en la escena de los granos más apreciados a un solo factor. Es un recurso fácil pensar que la calidad del café de Costa Rica puede replicarse imitando algunos de sus procesos, utilizando las mismas semillas o reproduciendo las condiciones de manejo dentro de las fincas. Estas acciones sin duda mejorarían el desempeño de cualquier cafetal sembrado en condiciones climáticas y de suelo similares a las de nuestro país, pero, por desgracia (o para fortuna de los ticos), la emulación no es tan simple como seguir al pie de la letra una partitura.

La profundidad de muchos de estos factores los hace irrepetibles. Pensemos en uno de ellos: el suelo. Un suelo no solo tiene una historia geológica, tiene también una cultural. El terreno actual de una parcela para sembrar café ya ha sido volteado, abonado, sembrado, irrigado, rociado (o no) con químicos, regenerado (o no) con los despojos de las plantas anteriores, ha sufrido la acción del fuego, ha sido nuevamente volteado, vuelto a abonar y resembrado una y otra vez a lo largo de décadas, de siglos y, a veces, de milenios, hasta que ya no queda más rastro de aquella capa virgen que emergió de las aguas y fue cubierta por ceniza volcánica hace millones de años. En los suelos vive la historia tanto como en las catedrales o en los libros: se puede leer en ellos el paso de las generaciones, los aciertos y errores de nuestros antepasados.

Lo mismo pasa con la sociedad. No ha sido por accidente que la reputación del café costarricense se construyera a lo largo de los siglos XIX y XX en manos de trabajadores que, a pesar de su condición humilde, tuvieran con el cultivo una relación radicalmente diferente de la que tenían los recolectores del resto de la región. Muchos de ellos, debido a las singularidades de la estructura social costarricense, eran pequeños propietarios, dueños de parcelas que a su vez estaban sembradas de café. En pocos lugares de la tierra, si no es que en ningún otro, los recolectores mezclaban sus cosechas en los recibidores de café con las de los grandes hacendados. Sus granos se lavaban y secaban al sol juntos, en los patios de los beneficios, y ambos recibían con la misma sonrisa las noticias de los altos precios de venta alcanzados en los mercados mundiales.

Más que singular, la historia social del café de Costa Rica es ejemplar: es una excepcional demostración del éxito de un modelo económico solidario nacido de la necesidad, no de la especulación teórica, y que, doscientos años después, continúa dando frutos innovadores en forma de microbeneficios, cafés de especialidad, encadenamientos productivos entre grandes y pequeños, y esquemas renovados de distribución de la riqueza.

EL GRANO DE ORO

Las primeras plantas de café arribaron a una Costa Rica que consistía básicamente en dos o tres valles, una pequeña capital provinciana y una quincena de diminutas aldeas dispersas, en las que una población que apenas rondaba los 50,000 habitantes subsistía, en su mayoría, sembrando sus propias parcelas. No es que no hubiera latifundios y grandes propiedades, pero estos no dominaban el panorama. El movimiento de los antiguos grupos de colonos emigrados de Cartago hacia el occidente había marcado una ruta que propiciaba una lenta pero consistente expansión y búsqueda de nuevos territorios, en los que continuaba extendiéndose el modelo de las pequeñas parcelas.

Con la llegada de la independencia, el café haría que gran parte de estos parceleros pudieran consolidarse y dejar atrás un siglo y medio de economía de subsistencia, para entrar de lleno en la cultura agroexportadora que definiría al país a lo largo del siglo y medio siguiente. Aunque definitivamente el café llegó a Costa Rica a finales del siglo XVIII, es hasta 1804 que consta en los registros de la administración colonial una medida concreta para favorecer a quienes lo cultivaban. La exención del pago del diezmo fue impulsada por el gobernador don Tomás de Acosta, quien hizo contacto con un capitán zambo mosquito para traer del Caribe algunas bolsas de café en grano para distribuir entre los agricultores costarricenses interesados.

El político e historiador Cleto González Víquez sugirió que los almácigos diseminados en el Valle Central fueron traídos de Jamaica por un capitán zambo misquito a quien Tomás de Acosta hizo el encargo. Otra versión señala que semillas procedentes de Panamá llegaron a fines del siglo XVIII. A los sacerdotes jesuitas se les atribuye haber introducido el café a tierra firme, como botánicos aficionados y transportadores de especies en sus misiones religiosas.