Once días atrás, el papa Francisco habló por teléfono con Joe Biden para felicitarle por su triunfo electoral. Una transgresión al riguroso protocolo, que prohíbe saludar a un candidato a presidente hasta tanto no se oficialice el resultado de la elección. Por eso la Secretaría de Estado de la Santa Sede no confirmó la noticia del llamado. Lo divulgó el equipo de campaña de Biden.

Es comprensible la alegría del Pontífice. Jorge Bergoglio ha estado en las antípodas de Donald Trump en numerosos temas. Y desde el entorno del presidente derrotado se lo seleccionó como blanco de muchos ataques. El combativo asesor de Trump, Steve Bannon, construyó una alianza con sectores ultraconservadores de la jerarquía católica para desestabilizar a un Papa con el que había notorias diferencias. Desde la visión sobre el medio ambiente hasta la política migratoria.

Sería un error, sin embargo, explicar el entusiasmo de Bergoglio por mero revanchismo. Hay otra razón: Biden será el segundo presidente católico de Estados Unidos, 60 años después del Gobierno de otro descendiente de irlandeses, John F. Kennedy. Biden es un feligrés de misa dominical, que ilustra sus discursos con citas de la Biblia y de encíclicas papales. Por eso está en contra del aborto, aunque aclarando que no intentaría imponer sus convicciones religiosas al resto de la sociedad. Un argumento que irrita a los sectores más reaccionarios de la Iglesia norteamericana.

Tampoco se agota en esta afinidad ideológica la simpatía entre el Papa y el nuevo presidente de los Estados Unidos. Entre Biden y Bergoglio existe una sintonía política, que hunde sus raíces en la administración de Barack Obama. Durante esos años, el Vaticano y la Casa Blanca pactaron una agenda común, en cuya gestión tuvieron que ver dos católicos: Biden y el exsecretario de Estado John Kerry. Las coincidencias se refirieron, sobre todo, a tres cuestiones: la preocupación por el cambio climático; el acuerdo nuclear entre Irán y el G5+1, que la Santa Sede se apresuró a saludar apenas se conoció la noticia; y la reapertura de relaciones entre los Estados Unidos y Cuba.

Bergoglio fue un protagonista principal de este último proceso, que fue pensado como una plataforma para otros movimientos: los acuerdos de paz de Colombia entre el Estado y las FARC, y una transición democrática para Venezuela. ¿Se recreará este juego? Es uno de los interrogantes que rodean al ascenso de Biden.

Es imposible pensar la cuestión venezolana sin considerar la gravitación que Cuba tiene sobre el régimen chavista. Trump regresó al manual clásico de la diplomacia norteamericana. Cuba, y en consecuencia Venezuela, deben ser aisladas. El 16 de junio de 2017 Trump anunció, en un discurso pronunciado en Miami, la ruptura de relaciones con La Habana y la reposición del bloqueo. Sostenido en esta tesis se dispuso un cerco riguroso sobre Venezuela, que sugirió hasta una intervención militar. La Casa Blanca selló una alianza con el sector más intransigente de la oposición a Nicolás Maduro, que lidera el presidente encargado Juan Guaidó.

Este enfoque plantea una contradicción dramática con el que defendió Bergoglio y llevó adelante Obama. La primera novedad de aquel giro de Washington se produjo el 10 de diciembre de 2013, durante los funerales de Nelson Mandela, cuando el presidente de los Estados Unidos sorprendió al mundo estrechando la mano de Raúl Castro. Diplomáticos de ambos países habían llevado conversaciones tan secretas como trabajosas en Canadá. Desde octubre de aquel año también se celebraron reuniones en el Vaticano.

En enero de 2014, Kerry viajó a Roma y habló con el Papa, y con Pietro Parolin, el secretario de Estado, sobre estas negociaciones. Dos meses después, también en la Santa Sede, las tratativas saltaron de nivel. Obama visitó a Bergoglio. El contenido del diálogo trascendió mucho después, gracias a las confesiones del entonces arzobispo de La Habana, Jaime Lucas Ortega, con su amigo el embajador de Francia en Cuba, Jean Meldenson. El Pontífice defendió delante de Obama la idea de que ninguna política de los Estados Unidos en América Latina tendría éxito si se basaba en la premisa de asfixiar a Cuba. En esa entrevista se acordó el involucramiento activo del Vaticano en el descongelamiento de la relación bilateral entre Washington y La Habana.

El paso siguiente ocurrió en la capital de los Estados Unidos. Bergoglio envió una carta a Castro y otra a Obama. Las debía entregar en mano el cardenal Ortega, que falleció en julio del año pasado. El prelado viajó a Washington el 18 de agosto de 2014. Utilizó la excusa de una conferencia en la Universidad de Georgetown, que pertenece a los jesuitas. Apenas abandonó el aula fue llevado por el Servicio Secreto a encontrarse con el arzobispo de la ciudad, Theodore McCarrick, un amigo de los demócratas, en especial de Biden, a quien el año pasado se le retiró el estado sacerdotal por acusaciones de pedofilia que salieron a la luz en 2018. Ortega y McCarrick ingresaron con total hermetismo al Salón Oval, donde analizaron con Obama el curso de acción que llevaría al restablecimiento de relaciones entre los dos países. A quienes observan los detalles del ajedrez internacional les llamó la atención una novedad: dos semanas antes, el gobierno de Panamá invitó a Cuba a la Cumbre de las Américas, de la que sería anfitrión, sin que el Departamento de Estado pusiera el grito en el cielo.

La reposición del vínculo diplomático se anunció el 17 de diciembre de 2014, día del cumpleaños del papa Francisco. Obama y Castro se encontraron en la Cumbre de las Américas el 11 de abril de 2015. Cinco meses más tarde el jefe de la Iglesia visitó Cuba y los Estados Unidos. Durante su permanencia en La Habana recibió la visita de los colombianos que negociaban los acuerdos de paz entre el Estado y las FARC. Le pidieron su mediación, pero él prefirió acompañar el proceso con alguna distancia. El 2 de octubre la sociedad colombiana rechazó ese entendimiento en un plebiscito. Pero el 16 de diciembre Bergoglio reunió a los irreconciliables Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe en el Palacio Apostólico. En esos días, el cardenal Parolin lidiaba con una negociación entre Maduro y sus opositores en Caracas, donde él había sido nuncio. Como de costumbre, la mesa empezó a hundirse en el momento en que el dictador debía cumplir con sus promesas.

Este experimento diplomático vuelve a cobrar actualidad. Supone un cambio de enfoque sobre la región. Biden tiene ideas propias al respecto. Por su interés y experiencia en las relaciones exteriores. Y porque conoce América Latina. Será relevante, aun así, despejar algunos interrogantes. Ya se dio vuelta la carta de la Secretaría de Estado: Antony Blinken, quien fue segundo de Kerry. Importa saber quién ejercerá la representación en la OEA. Y quién será el embajador ante el Vaticano. Es el peso de una variable inusual. El factor católico.

Fuente: elpais.com