El coronavirus no es sólo una crisis sanitaria, sino que tiene ramificaciones en la política, la economía y, por supuesto, en las relaciones diplomáticas. Todo un ataque al sostén del mundo. Una guerra en todos los aspectos.
Nada es casual y, mucho menos, cuando las élites de distinta índole tienen interés en que no lo sea. El mundo no se ha dado cuenta pero estamos siendo testigos de un conflicto silencioso que tendrá graves consecuencias en el futuro más cercano a todas las ciudadanías del mundo. Nos hallamos en la I Guerra Mundial del siglo XXI y el coronavirus es el último capítulo de la misma.
En la actualidad no veremos grandes batallas como hace un siglo, no habrá una Verdún, una Yprés, unas Árdenas o una Kaiserschlacht. Sin embargo, ahora las guerras se desatan por otros intereses, principalmente movidos por las clases dominantes que quieren acumular riqueza e influencia del tipo que sea. El mayor peligro para esas élites occidentales lleva siendo desde hace un par de décadas China y, hasta ahora, nadie ha podido evitar que se convierta en una de las economías fundamentales para el crecimiento mundial. Si China no crece por encima del 6% de PIB, occidente se arriesga a una grave recesión que, evidentemente, llevaría hacia una grave crisis social. Cuando Napoleón dijo que «Dejad que China duerma, porque cuando despierte, el mundo temblará» jamás pudo imaginar la verdad tan grande que afirmó el general corso.
En el mundo actual, en plena revolución tecnológica, China se ha convertido en la gran amenaza para occidente, principalmente para Estados Unidos y con un presidente como Donald Trump es normal que se le haya intentado parar los pies con un comportamiento violento. Primero fue la guerra de los aranceles. Posteriormente, llegó la del 5G con su veto a Huawei y la amenaza a los proveedores estadounidenses, como Google, por ejemplo, de no vender software a la empresa punta en este tipo de tecnología. En el último mes se ha producido el último ataque: el coronavirus.
No se ha tratado de un brote casual o de una epidemia concreta, sino que ha sido un ataque muy premeditado contra China en dos frentes concretos: el consumo interno y la tecnología.
El brote del coronavirus se produjo, casualmente, en las semanas en las que el mundo chino celebra el Año Nuevo, es decir, el mayor repunte del consumo interno del país, uno de los momentos clave para la economía. La epidemia se podía haber originado en el mes de agosto o a finales de noviembre, pero no, fue casualmente en plenas celebraciones del Año Nuevo. ¡Qué cosas!
Por otro lado, la difusión mediática de lo que estaba ocurriendo en China, la exposición de que se trataba de un virus ultra letal y de propagación muy rápida y que podía llegar a todo el mundo no tenía otro fin que el de deteriorar la imagen internacional del país, además de provocar, evidentemente, una crisis económica, casualmente, en el momento en el que se está celebrando una guerra comercial entre China y Estados Unidos.
La principal consecuencia ha sido la suspensión del Mobile World Congress en Barcelona que, en medio de la crisis sanitaria, generó el pánico, casualmente, entre los competidores de los chinos, tanto norteamericanos como coreanos o europeos, empresas que están muy por detrás en avances tecnológicos. Además de las pequeñas y medianas empresas, las mayores pérdidas las tendrán las multinacionales tecnológicas como Huawei o Xiaomi. Colocar al coronavirus como excusa no es otra cosa que apuntar la culpa a los chinos cuando, en realidad, la retirada masiva de expositores fue iniciada por esos competidores que vieron la oportunidad de tener algunas pérdidas que eran claramente compensadas por lo que iban a dejar de percibir las empresas chinas.
Volviendo a las casualidades, una vez suspendido el MWC la multinacional norteamericana Apple ha decidido poner a la venta su nuevo iPhone de gama baja, cuyos componentes están fabricados en Zhengzhou, y no se ha iniciado una alerta sanitaria. Hay que recordar la famosa frase de los teléfonos y los ordenadores de la multinacional de la manzana que ya se ha convertido en una enseña: «Diseñado en California. Ensamblado en China».
A todo esto hay que añadir cómo este coronavirus tiene una incidencia menor que la gripe común y, sin embargo, ha generado un estado de pánico a nivel mundial, algo que ya ocurrió con la gripe A. A estos fenómenos de pánico a una pandemia no son ajenas las multinacionales farmacéuticas que, en medio de este estado del miedo, logran incrementos importantes de sus ingresos para la investigación de vacunas o medicamentos, fondos que, evidentemente, ponen los diferentes Estados del mundo. ¿Dónde están las mayores farmacéuticas del mundo? En Estados Unidos.
Por otro lado, mientras el coronavirus de ha convertido en la pandemia del 2020, el mundo da la espalda a la grave epidemia de sarampión en la República Democrática del Congo, donde ya han muerto más de 6.000 personas, una cifra muy superior al coronavirus.
Esta I Guerra Mundial del siglo XXI no es más que la certificación de que la humanidad está en manos de las clases dominantes y que, en muchos casos, la clase política elegida democráticamente por el pueblo, en algunas ocasiones no es más que el fiel servidor de los intereses de las élites. Por tanto, el mundo está perdido porque está a expensas de los caprichos de un 1% de la población que controla el 75% de la riqueza y que, como no podía ser de otro modo, aspira a hacerse con todo, pasando por encima de lo que haya que pasar, incluso de la vida.
Fuente: diario16.com