La crisis del coronavirus ha dado un protagonismo repentino a los Gobiernos, que tardará mucho tiempo en replegarse y en el que subyace un cambio de paradigma

“Hay décadas en las que no pasa nada, pero hay semanas en las que pasan décadas”, decía el líder revolucionario ruso Vladímir Illich Uliánov Lenin. Y pese a la exageración aparente de la sentencia eso es lo que ha sucedido en la práctica con la irrupción del coronavirus. También en la economía. Por primera vez en los tiempos modernos, ha sido la respuesta de los Gobiernos a la pandemia ―la paralización de toda actividad económica que no se considerara estrictamente esencial para preservar el sistema sanitario y el mayor número de vidas posible— la que va a acabar provocando la mayor recesión económica vivida desde la Segunda Guerra Mundial. O de los últimos 150 años como empiezan a apuntar algunos analistas.

Los bancos centrales no han dudado en dar el primer paso al frente y, superados los debates existenciales de la crisis financiera de 2008 sobre el alcance de su intervención, inyectar no solo miles de millones de euros y dólares en las economías sino comprar deuda pública y privada, en algunos casos de dudosa calidad, para garantizar la liquidez del sistema. El balance de la Reserva Federal ha pasado en pocas semanas de rondar los cuatro billones de dólares a superar los cinco, como recoge el banco suizo Julius Baer. Y la respuesta de los Gobiernos no se ha quedado atrás. Los helicópteros monetarios han dejado de ser una metáfora académica para hacerse realidad en forma de cheques enviados a todos los ciudadanos estadounidenses –a los japoneses también les acaban de prometer esta semana el suyo–, las empresas reciben ayudas directas para mantener los empleos y los Gobiernos se han convertido de la noche a la mañana en compradores de última instancia para el sector sanitario, ante la incapacidad del sector privado de abordar semejante tarea, y de parte de la industria, ante la ausencia total de demanda de la noche a la mañana. La velocidad a la que se han producido estas decisiones ha sorprendido incluso hasta sus partidarios

Los números hablan por si solos. Según los datos recogidos por el economista jefe global de Unicredit, Erik Nielsen, Alemania ya ha aprobado en ayudas el equivalente al 6% del PIB de 2019 a lo que hay que añadir el equivalente a otro 25% del PIB en garantías. Francia ha ampliado su presupuesto hasta el momento por una cuantía equivalente al 4,5% del PIB; Austria un 7%, y Estados Unidos ya lleva aprobadas ayudas que rondan el 10% del PIB, por mencionar solo algunos ejemplos.

La revolución conservadora

Pero más allá de la respuesta inmediata de los Gobiernos ante una emergencia de proporciones no vistas desde la gripe de 1918, lo cierto es que hay señales de que algunos de los cambios a los que asistimos en estas semanas han llegado para quedarse. Hay quien dice incluso que el capitalismo afronta su propia plaga, con el colapso tanto de la demanda como de la oferta. También por el hecho de que llueve sobre mojado. En apenas una década el mundo desarrollado ha visto tambalearse en dos ocasiones los cimientos de su modelo económico y en ambas crisis se ha constatado que la única respuesta efectiva es una intervención de los Estados en la economía hasta extremos desconocidos desde la revolución conservadora y liberal de los años ochenta. Entonces, bajo el impulso del presidente de Estados Unidos, Ronald Regan, y la primera ministra británica, Margaret Thatcher, el neoliberalismo se fue imponiendo como la ideología dominante basada en la reducción del peso del sector público en la economía, la liberalización de los mercados y las rebajas de impuestos. Especialmente desde el colapso de la Unión Soviética y la caída del Muro de Berlín en 1989, el liberalismo se convirtió en el modelo dominante en la economía mundial y ha acabado siendo asumido por Gobiernos de todo signo. Aún resuenan las palabras del entonces líder de la oposición en España y luego presidente del Gobierno, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, cuando defendía en 2003 que “bajar impuestos es de izquierdas”.

Hasta el propio Fondo Monetario Internacional (FMI) admitía en su reciente informe de perspectivas el nuevo rol que los Estados van a tener en la economía. “El paisaje económico se verá alterado de forma significativa durante la duración de la crisis y quizás más allá, con una mayor implicación de los Gobiernos y los bancos centrales en la economía”, advertía la economista jefe del organismo, Gita Gopinath.

A juicio de Yves Bonzon, de jefe de inversión de Julius Baer, “la crisis está acelerando la transición del modelo capitalista hacia políticas no ortodoxas”, un giro que, a su parecer, resultaba inevitable desde la explosión de la crisis financiera de 2008. “Los Gobiernos no tienen alternativa: tienen que intervenir de forma masiva no solo en los mercados sino en toda la economía real para evitar un desastre similar al de la Gran Depresión de los años treinta. Estamos entrando en una etapa de capitalismo patrocinado por el Estado”, sentencia.

Si el cambio del paradigma económico al que asistimos acaba propiciando un giro tan radical es algo que a estas alturas arroja todavía demasiados interrogantes. Pero los expertos auguran que ese renovado protagonismo del Estado en la economía no es algo pasajero. “Con indicadores que anticipan la mayor recesión global de los últimos 150 años, esperamos que los Gobiernos y los bancos centrales tengan que seguir jugando un papel fundamental a corto y medio plazo”, admite Saadia Zahidi, directora gerente del Fondo Económico Mundial (WEF, en sus siglas en inglés), en un intercambio de correos electrónicos. “Esta crisis ha sacado a la luz todo un legado de redes de seguridad social erosionadas, modelos laborales precarios y de bajos salarios que subrayan la necesidad de equilibrar la distribución de riesgos y beneficios entre la sociedad, los Gobiernos y el sector privado”, responde en otro correo. Todo un giro para una institución como el WEF, máximo exponente del neoliberalismo económico.

“Ante una situación inédita como la actual, la ideología se difumina. Solo hay una manera de salvaguardar rentas y evitar cierres de empresas y eso exige la presencia de lo público: de bancos centrales y de Estados”, explica Antonio García Pascual, profesor visitante de la Johns Hopkins en Washington. “El alcance de la intervención dependerá de la duración y profundidad de la crisis, si hay una vacuna pronto o no, si hay nuevas oleadas de la epidemia, de cuántas empresas logren salvarse de la hibernación y de si eso acaba provocando tensiones en el sector bancario”, subraya al teléfono.

Nos adentramos en terreno inexplorado para la política, en un revival del Esta vez es diferente de Carmen Reinhart y Kenneth Roggoff, pero ahora de verdad. Los expertos advierten que el mundo no va a salir más o menos indemne de esta recesión a medio plazo, como sucedió con la crisis financiera a nivel macroeconómico. “Las sociedades van a exigir que los años de insuficiente inversión en el sistema de salud, especialmente en las economías anglosajonas, se reviertan y, ante el descomunal colapso económico que se empieza a intuir, es más que probable que el gasto público sea la única alternativa económica posible”, apunta Louis-Vincent Gave, de Gavekal Research en Hong Kong.

Vuelve la política industrial

Ese nuevo protagonismo del Estado sumado a la emergencia sanitaria ha devuelto la mirada sobre la política industrial, un concepto que parecía desfasado ―“la mejor política industrial es la que no existe”, como diría el exministro socialista de Hacienda, Carlos Solchaga― y superado con la aparición de las cadenas globales de valor, las que permiten que un teléfono inteligente sea diseñado en Cupertino (California), sus componentes se fabriquen tanto en Estados Unidos, como en Japón, Taiwán y Corea del Sur y sea finalmente ensamblado en China y devuelto a EE UU como producto importado. Uno de los primeros en alertar durante esta crisis sobre la dependencia que las economías occidentales tienen de China fue el ministro de Finanzas francés, Bruno Le Maire, que el pasado mes de marzo aseguraba que “habrá un antes y un después del coronavirus en la economía mundial”, que llevará a repensar el sistema económico y la globalización. A su juicio, debemos “reflexionar sobre una mejor organización de la cadena de valores, sobre una relocalización de ciertas actividades estratégicas, en particular en materia de salud”. También el Alto Representante de Política Exterior de la UE, Josep Borrell, abundaba hace unos días en esa idea: “China produce el 80% de los antibióticos del mundo mientras Europa no produce un solo gramo de paracetamol».

Esa tendencia, que a juicio de Pol Morillas, director del Cidob, puede suponer “un punto de inflexión en la era de la globalización”, no ha surgido como consecuencia de la pandemia. Ya había iniciado su recorrido bajo la batuta del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, con su “América primero” y su guerra por el dominio tecnológico y comercial con China hasta el punto de obligar al resto de las economías a buscar alternativas de suministro. Y ahora les obligará a incluir nuevas variables en esa reflexión.

Si en ese efecto el Estado va a desempeñar un nuevo rol en la economía, los expertos piden huir de viejos clichés y aportar una mirada nueva a su desempeño. Entre todas las teorías académicas desarrolladas desde la crisis financiera se va abriendo paso la condicionalidad, la idea de que si el Estado va a acabar rescatando sectores como las aerolíneas, cuyos aviones se han quedado en tierra de un día para otro, condicione las ayudas públicas a un cambio de modelo de estas empresas hacia uno más compatible con la lucha contra el cambio climático. O como han decretado esta semana los Gobiernos de Dinamarca o Austria, que no podrán recibir ayudas públicas las empresas que tengan su sede en paraísos fiscales. “Aunque la respuesta a la actual crisis tiene considerables consecuencias en términos de deuda pública, los Gobiernos tienen una gran oportunidad en estos momentos de reconstruir sus economías con inversiones más sostenibles e inclusivas, al igual que las empresas que busquen nuevas oportunidades de negocio”, asegura Zahid.

La gravedad de la pandemia y el elevado número de muertes y contagios que sigue provocando diariamente no permite hablar todavía de quién pagará esta factura, pero es cuestión de tiempo. Maurice Obstfeld, antiguo economista jefe del FMI, calcula que en Estados Unidos la deuda pública para financiar todo ese gasto puede ascender al 130% o 140% del PIB, superando la cota del 120% que alcanzó en la Segunda Guerra Mundial. En Europa, la deuda del conjunto de la Unión Europea se sitúa en torno al 80% del PIB y los expertos apuntan que es probable que esa cifra se vaya aproximando al 132% del PIB de Italia. Una carga soportable si los tipos de interés se mantienen bajos, según aseguran en un reciente informe, los economistas Olivier Blanchard y Jean Pisani-Ferry, que vinculan la sostenibilidad de la deuda a la evolución del precio del dinero y no al tamaño de la deuda. “Y los tipos de interés se van a mantener cercanos a cero mucho tiempo”, asegura García Pascual. “En el entorno de bajo crecimiento en el que nos vamos a mover cuando todo esto pase y se inicie la recuperación no va a haber presiones inflacionistas. Los bancos centrales no van a tener ninguna prisa por cambiar el signo de la política monetaria. Antes de que estallara esta crisis aún nos estábamos planteando cómo deshacer los estímulos que hace 12 años se pusieron en marcha con la crisis financiera”, recuerda.

De hecho, en uno de los muchos seminarios que han tenido que celebrarse en línea en estos días de confinamiento, varios economistas reunidos por el Instituto de Finanzas Internacionales (IIF) en Washington coincidían en que no había razones para deshacer de forma significativa los estímulos. “Si el temor a una política monetaria tan expansiva eran las presiones inflacionistas no las hemos visto aparecer por ningún lado en todo este tiempo. No hay razones para que el balance de la Reserva no siga siendo elevado”, apuntaba en ese foro la economista Megan Green.

Los niveles de déficit y deuda que apuntan las previsiones sugieren que los Gobiernos no van a poder controlar la deuda recortando gastos —o no únicamente— y habrá que subir impuestos. Precisamente como sucedió tras la Segunda Guerra Mundial, para poder financiar los programas sociales en lo que sería el germen del Estado del bienestar en Europa. “No hay menús gratis y el aumento de la deuda supone una elevada carga para el futuro, por bajos que sean los tipos de interés. Aunque lo prioritario ahora es hacer todo lo que sea necesario para rescatar las economías de los efectos de la pandemia, no vale cualquier política”, alertaba Rafael Doménech, responsable de Análisis Económico de BBVA Research, en una nota. Pero hasta los más ortodoxos reconocen que el cambio en el entorno intelectual desde 2008 es una de las grandes diferencias entre ambas crisis, “con un consenso generalizado de que entonces la respuesta fue insuficiente y de que eso ha infligido un daño de largo plazo a la economía”, apuntaba una nota de Gavekal Research.

Esa batalla aún no ha empezado y lo hará cuando la crisis sanitaria haya remitido. Para entonces ya nos encontraremos en otro mundo.

Fuente: elpais.com